sábado, 3 de agosto de 2013

Arturo Uslar Pietri



El Tema de la Historia Viva
Este artículo de Pizarrón fue publicado el 30 de junio de 1948 en El Nacional y es uno de los primeros que escribió Uslar de la serie.
  El Doctor Arturo Uslar Pietri nació en Caracas el 16 de mayo de 1906 y falleció en su ciudad natal el 26 de febrero 2001. Su biografía es harto conocida: escritor, político, empresario, educador, etc. Fue un eminente venezolano.

    
    En la vida de los pueblos, que es siempre oscura y azarosa, es posible distinguir el predominio de ciertos motivos o temas de la acción colectiva, que son los que le dan fisonomía y unidad y destino a las naciones.

    A veces esos motivos son falsos, o meras engañifas de políticos, y los pueblos se extravían, o se desintegran y perecen. A veces los pueblos no parecen darse cuenta de que esos fines existan. No los ven o no los sienten. Son las horas de la decadencia, que han vivido muchas naciones grandes y pequeñas. Han perdido el sentido del rumbo y con él, fatalmente, el de la unidad histórica.

    La vida de un pueblo es una perpetua crisis de crecimiento y de adaptación a circunstancias constantemente cambiantes. Eso es precisamente lo que hace del gobierno y de la política un arte complejo. Un arte mucho más complejo de lo que generalmente suponen los demagogos de plaza pública.

    En esas crisis de todas las horas se salvan y sobreponen los pueblos que no pierden de vista los motivos directores de su acción. Cuando un pueblo llega a tener conciencia de su misión, de su camino, de su básico y permanente interés, puede subordinarlo todo a esos fines superiores y subir en el camino de la historia. Ese sentido del rumbo, eso que en la última gran guerra los generales llamaban el supremo objetivo estratégico, es lo que podríamos llamar el tema de la historia viva. Es decir el concepto fundamental que determina en todo momento y ante cualquier circunstancia la acción nacional, que es precisamente, la política.

    Cuando vemos un pueblo pobre, pequeño, aislado, como la Inglaterra del siglo XV, llegar rápidamente a inverosímiles cumbres de poderío, tomar posesión de las rutas marítimas y de las más ricas tierras del mundo y fundar el más grande, próspero y duradero imperio que ha conocido la humanidad, eso no ocurre meramente por la obra de un favorable azar prolongado milagrosamente por cuatro siglos. Eso ocurre porque en todas las horas Inglaterra ha tenido la inalterable noción de su interés y de su rumbo.

    Bajo príncipes ingleses, bajo príncipes alemanes, bajo monarcas autoritarios, bajo regímenes parlamentarios, lo mismo con los conservadores en el gabinete que con los liberales o con los socialistas, lo mismo que en el pensamiento de la nobleza hereditaria que en el del campesino o del minero de carbón, ha estado presente y no ha sufrido alteración el tema de la historia viva. Han llegado al heroísmo o al cinismo, han sido la Inglaterra de los aventureros batalladores o la "Pérfida Albión", según el caso lo ha requerido, pero siempre todo ello ha dependido, no del capricho, sino de la clara noción del interés supremo de la colectividad inglesa, que todos conocen y todos acatan. Los dogmas de ese credo han sido tan simples como tradicionales: comercio mundial, dominio marítimo y equilibrio continental para que no haya una hegemonía en Europa.

   Es la conciencia de ese rumbo la que hace que los pueblos realicen las verdaderas hazañas de la historia. La conciencia de los hechos y las acciones que determinan básicamente su existencia.
   Los ejemplos de los pueblos que la han tenido y han triunfado y los de los pueblos que la han perdido y han periclitado y caído son infinitos.
   Roma la tuvo, y España la tuvo, y Venecia, y los Estados Unidos del "destino manifiesto".
   Los pueblos no decaen por otra causa, sino por la pérdida de ese don de visión, de ese estado de conciencia, que es el que les revela su propia identidad y les permite no extraviarse en el camino del logro de sus intereses fundamentales.

   Si de estas consideraciones generales y un poco retóricas bajamos a nuestra Venezuela, tierra tan crucificada de problemas y dolores y tan mal encontrada con rumbos, caeremos en pronto en la cuenta de que lo que más le ha faltado ha sido esa conciencia del interés superior, ese sentido del tema de su historia viva.
   Las más de las veces, en su convulsa vida, no solo no ha seguido el rumbo verdadero, sino que lo ha abandonado o negado con ciega ligereza para entregarse al juego de la sangre, miseria y muerte, por palabras demasiado abstractas u hombres demasiado concretos, por retórica política o apetitos de caudillos.
   Esa ha sido su grande, su atroz, su irreparable desgracia. Cuando venía el tiempo de construir la nación y conquistar el desierto, a la manera norteamericana o argentina o brasileña, nos entregamos a la guerra civil invocando la federación o el centralismo. Cuando la cuestión era de caminos contra soledades, de gentes contra desiertos, de trabajo contra pobreza, nada parecía más importante que la lucha de Páez contra Monagas, o la de los liberales contra los godos, o la de los centrales contra los orientales o los andinos.

   No solo hemos perdido de vista los verdaderos objetivos, sino que hemos empequeñecido los falsos. A falta de otra cosa hemos sabido cosechar abundantemente odios, y nada nos ha parecido más importante que envidiar y envilecer al prójimo.

   Del eco de todas nuestras falsas teorías, y de nuestras absurda pugnas, lo que se levanta es la dolorosa convicción de que no hemos sabido ser sino constructores de desiertos, aniquiladores de hombres, palabreros incapaces de mirar de frente las realidades.

   Todo esto es duro, y me duele decirlo, y cuando lo digo no me excluyo, aun cuando sé que no soy de los más culpables.
   Pero si algo queda por hacer en nuestra tierra, si algún día vamos a recuperar o a adquirir el tema de la historia viva, tenemos que comenzar por un gran acto de penitencia, por un inmenso auto de fe donde quememos nuestros orgullosos errores, por una afirmación de humildad y de paciencia, que no solo nos permita convivir, sino lo que es más, comprender que hay una gran tarea, simple, llana, concreta, que nos requiere a todos con agónica premura.

   Venezuela necesita adquirir la noción de los hechos fundamentales que rigen su destino. Poner ante los ojos de todas las dimensiones reales de la empresa que hay que acometer para que el país viva. De los objetivos esenciales junto a los cuales todos los otros, absolutamente todos los otros, son adjetivos y secundarios.

   Y el hecho capital que debe estar ante los ojos de todos los venezolanos, es uno solo, sencillo y terrible. Ese hecho es que Venezuela está atravesando una de la más trágica crisis de toda su existencia histórica. Una crisis de vida o muerte que está devorando la sustancia misma del ser nacional.
   Nada de cuanto hemos conocido hasta el presente se le parece. La Guerra de Independencia, con toda su secuela de transformaciones, no llego a afectar la vida del organismo nacional en escala ni remotamente semejante. De ella salió, un poco más pobre y dividida, la misma Venezuela anterior: un país de reducida vida agrícola, una economía de plantación y de comercio exportador.
   La Guerra Federal tampoco es comparable a esta inmensa crisis actual. Todo el daño que ella pudo ocasionar, todo lo que ella puso en peligro, es insignificante al lado de las dimensiones de lo que actualmente está en juego.

   Ahora está en juego la vida entera de la nación y el destino de todos y cada uno de los venezolanos. Nadie puede escapar. Ni el más remoto conuquero, ni el más rico industrial. Ni el bracero que gana un jornal con sus manos, ni el poderoso capitalista que recibe una cuantiosa renta. Ninguno de los que hoy vivimos, y ninguno de los que han de vivir en las próximas generaciones. Todos confrontamos por igual este avasallador riesgo mortal.
   Ese es el petróleo. El petróleo es el hecho fundamental y básico del destino venezolano. Él le plantea hoy a Venezuela los más graves problemas que nunca haya conocido en toda su historia nacional. Él está como un Minotauro de los mitos antiguos, en el medio de su laberinto, devorador y amenazante.
   El tema de la historia viva para la Venezuela de hoy no puede ser otro que el combate fecundo con el Minotauro del petróleo.
   Todo lo demás carece de significación. Que la República sea centralista o federalista. Que los venezolanos voten blanco o de cualquier otro color. Que se construyan acueductos o no se construyan. Que se cierre o se abra la universidad. Que vengan o no vengan inmigrantes. Que se funden o no se funden escuelas. Que los obreros ganen cinco bolívares o quince bolívares. Todo eso carece de sentido.
   Porque todo eso está condicionado, dirigido, creado, por el petróleo. Todo eso es, pues, en grado apocalíptico, dependiente y transitorio. Dependiente y transitorio.

    El petróleo, y ninguna otra cosa, es el tema de la historia viva de Venezuela.
    Y lo más grave de la grave hora presente es que la mayoría de los venezolanos sigue ignorando este hecho fundamental y sus consecuencias.

    Nunca en hora tan crítica fue más importante para un pueblo la noción del tema de la historia viva.


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